La Era de la posverdad y sus aliados

Me atrevería a decir que la presunción dominante en la que ha desembocado el pensar de las sociedades modernas, herederas del subjetivismo que las alumbrara, al menos en la “parte noble” de la cultura occidental, es el abandono implícito de toda verdad. Y no porque un sano escepticismo se haya apoderado de mentes y espíritus, sino porque se ha perdido el “animus” colectivo de afanarse en su búsqueda. Hoy hasta la ciencia, que llegó a ser la más ambiciosa en tal pretensión, se complace en alcanzar consensos, siempre previsionales y contingentes sujetos a los vaivenes de la política, de los prejuicios postulados como convenientes y temerosa de afirmar nada que puedan herir susceptibilidades cada vez más a flor de piel en las sociedades actuales.

En un contexto así, donde decir lo que es cada vez más considerado contrario o contraproducente respecto al orden social, de las creencias o ilusiones de toda clase de grupos humanos, la pretensión de verdad se convierte en anacronismo que puede ser peligroso u ofensivo. Pero el forzado abandono de esta pretensión va parejo al no reconocimiento de una autoridad real en el orden del discurso que legitime tal pretensión. Abandonada la exigencia de una voz autorizada propia en todo el ámbito discursivo de alcance social, cualquiera, paradójicamente, puede arrogarse tal pretensión sin necesidad de aquello que afirma este mínimamente contrastado con lo que es. Devaluada la verdad a expresión de una emoción, de un sentimiento, de un estado de ánimo, a una perspectiva individual o grupal, no hay ya posibilidad de una verdad que no sea subsumible como subjetividad (la importancia que se da hoy a los sesgos en la investigación científica para cuestionar y negar sus resultados ilustra esa degradación).

De ahí, que en un mundo en el que todos pretenden decir lo que es sobre la base de su particular propensión a afirmar una cosa u otra y según sea sus intereses personales o de grupo, filias y fobias, solo quede como recurso de autoridad respecto a lo que es, el poder del Estado. Esté, a través de quienes los gestionan, se erigen a sí mismo en la autoridad indiscutible sobre lo que puede decir sobre lo que es, al margen de que tal afirmación sea verdad o no. Esta condición “esencialista” es ya irrelevante, al ser quien ordena y manda al que determina lo que es, de acuerdo a un complejo entramado de intereses y con las circunstancias, “no verdadero”. Ser así “no verdad” significa de no debe ser creído socialmente y que se debe obrar en consecuencia.

Nada escapa a su poder dirimente: el Estado a través de sus organismos competentes a tal efecto establece los criterios de demarcación entre lo que debe ser creído y lo que debe ser rechazado por la sociedad. Este es un proceso selectivo que supone no solo determinar sobre que ámbitos y en qué grado hay que ejercer tal competencia, sino también el tipo de enunciados según sus rasgos léxicos semánticos, señalando palabras y acepciones y tabú, sustituyéndolas por circunloquios, eufemismos o suprimiéndolas sin más. Para ello el Estado y sus gestores se desdoblan por arte de birlibirloque en autoridad política y en autoridad propia del ámbito discursivo en cuestión. Esta última asume el nombre de “comité de expertos”, una entidad puramente simbólica tras la cual se escuda la acción del gobierno y sobre la que hace caer la responsabilidad última de sus decisiones.

Un ejemplo muy claro de este proceder lo vemos visto con motivo de la pandemia del COVID 19, en donde en Argentina, como en el resto del mundo, todas las decisiones del gobierno se tomaban, según nos decían, bajo los dictámenes de un “comité de expertos”, que garantizaban la idoneidad científica de las mismas, aun cuando en muchos casos fueran contradictorios entre sí. La existencia o no de tal supuesto “comité” carece de importancia, basta con que la gente crea que quienes reprochan al gobierno su no existencia no dicen verdad, gracias a lo que escucha nombrar reiteradamente por los portavoces del poder.

La distopía Orwelliana, a diferencia de lo que se suele afirmar, no alcanza a ser una analogía iluminadora del presente y su posible devenir, es demasiado optimista: ya ni siquiera es necesario un gobierno para que la mentira el subterfugio y el engaño evidentes, sean la rutinaria expresión ufana de su identidad, ante una ciudadanía qué de manera mayoritaria tal alarde discursivo de falsía resulta indiferente.

Nahuel García …Argentina

Curriculum Nahuel García es un especialista en derecho comparado y además tiene en su haber una novela policial, “Tonel” un thriller apasionante en el que no falta el humor, la ternura y una fina observación de las oscuras maniobras del poder.

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